• Unire Aude

    Hace no muchas semanas, ante la inminente celebración de los cincuenta años de la firma del Tratado de Roma, por el que se creaba la Comunidad Económica Europea, y debido al encallamiento del Tratado Constitucional, tratado que pretendía revestir un acuerdo internacional entre Estados, elaborado por un Comité de Sabios, de Constitución, en parte a las negativas en referenda de Francia y Holanda, en parte al recelo de algunos Estados, como el Reino Unido, vienen inundando los medios de comunicación, especialmente la prensa, noticias relacionadas con la crisis en la cual todos los analistas, periodistas o figuras consultadas acuerdan que sufrimos.

    Eminentes figuras europeas se han pronunciado sobre este asunto. Para el primer ministro luxemburgués, Juncker, los noes de Francia y Holanda “no son la causa de la crisis, sino que simplemente la han hecho más visible”. Ciertamente, las negativas de la población francesa y neerlandesa al Proyecto del Tratado por el que se establece una Constitución para Europa (tal y como fue presentado en España) no responden a una revancha popular contra sus líderes o a una evaluación de políticas. Constituyen todo un input lanzado por un sector europeo donde el debate y el análisis del texto de la mal llamada Constitución Europea sí se llevó a cabo. Un input que responde, en mi opinión, al mismo output que supone un texto revertido de constitucionalismo, al menos en nombre, donde las demandas europeas, que son las mismas que las de los ciudadanos de los Estados miembros, no tienen cabida plenamente, y el que, por otro lado, vulnera una tradición larga y arraigada en la memoria colectiva europea: las Constituciones son para y por el pueblo, elaboradas por éste y en su propio derecho.

    El estado actual de crisis dentro de la Unión Europea lleva incluso a preguntarse sobre el futuro real de Europa, a cuestionar su propia existencia en el futuro. Así opina Lluís Bassets, director adjunto del diario El País, en la edición del jueves 22 de Marzo, que llega a preguntarse si “celebrará alguien dentro de cincuenta años el centenario del Tratado de Roma”. Es cierto que el actual momento es importante. No diré que es la crisis más importante por la que atraviesa la UE ya que es la primera crisis que vivo con conocimiento de vivirla, y capacidad para analizar, o al menos intentarlo. Para afirmar que esta crisis es la peor de la historia de la UE ya está Jacques Delors, que sí ha vivido un buen puñado de ellas.

    No faltan quienes, desde un europeísmo más conservador, achacan la crisis a las negativas francesa y holandesa, a la ampliación de 2004 (coronada en 2007) a los nuevos Estados del Este, o incluso al sistema de decisiones por unanimidad. Tal el es caso de Maurice Faure, para quien “Francia es el hombre enfermo de Europa”. Discrepo, personalmente, de la opinión del último signatario vivo de 1957. El rechazo ciudadano a un texto legal, que pretende ser constitucional, no debe entenderse como síntoma de enfermedad, sino todo lo contrario, de salud política. Cuando los ciudadanos franceses son informados, y se informan, del contenido del Tratado de la Constitución Europea no hacen sino ejercer sus derechos, y sus deberes, como ciudadanos. Faure también afirma que “esperaba mucho más. Europa está en crisis y ya no avanza”. En esto estoy de acuerdo con él. Todos esperamos mucho más, y Europa necesita reflexionar antes de seguir hacia delante. Pero la reflexión no debe realizarse únicamente en las élites políticas, sino a nivel ciudadano. Y escuchando, por encima de todo, a los ciudadanos. Que no vuelva a repetirse la impresión que le dio a Faure cuando abandonó el Capitolio romano en 1957: “en general era un proyecto del que se ocupaban las élites; la gente no entendía muy bien qué era aquello”.

    Cuando estas eminentes figuras hablan de la crisis de Europa no suelen hacer mención a elementos sociales que ilustran en buena medida la profundidad y magnitud de la crisis. Porque, si inicialmente, la construcción de Europa era algo propio de las élites, en 2007, cincuenta años después Roma, es la ciudadanía europea, los pueblos de Europa, los que configuran y vertebran la voluntad de construcción. Esta voluntad, este espíritu europeo, que podemos llamar europeísmo adolece de dos importantes taras. La primera, el bajo interés, relativo, de los europeos frente a las cuestiones de Europa. Digo relativo porque, si bien los datos de los diferentes eurobarómetros dicen que los europeos tienen interés por todo aquello que venga de Europa, por otro lado la participación electoral en los comicios europeos viene decreciendo convocatoria tras convocatoria. Y no olvidamos que los parlamentarios europeos son las únicas figuras de toda la Unión que los ciudadanos elegimos. Esto lleva al segundo aspecto, la legitimidad democrática. Desde hace mucho tiempo se viene cuestionando la legitimidad democrática de muchas de las instituciones europeas en las que los ciudadanos no tienen voz ni voto, pero cuyas actividades y decisiones revierten directamente sobre las vidas de los ciudadanos de Berlín, Lisboa, Praga o Londres. Y no es precisamente el Tratado Constitucional el que venga a dar más poder a los ciudadanos.

    Las consecuencias de esto son claras y terribles. Además de aumentar el euroescepticismo, aparecen en escena, en los medios, dos términos que, aunque no son nuevos, nunca han tenido tanta relevancia. Estos son el eurocansancio y la eurofobia. Los europeos se muestran cansados no de Europa, sino del proceso, de las decisiones y actitudes de los políticos, del continuo tira y afloja por el poder. Las últimas ampliaciones han desgastado mucho el europeísmo ciudadano y, aunque no se ven con malos ojos las nuevas incorporaciones, las futuras no se desean, según el eurobarómetro. La eurofobia, que podría explicarse como un euroescepticismo radical, tiene en el Este su mayor número de seguidores, en general. Aunque los eurofóbicos son una minoría aún, son una minoría que rechaza completamente todo lo que tenga que ver con Europa, con la construcción europea, con la idea de lo común y los supranacional. Y su discurso debe contrarrestarse con los beneficios que de facto produce la unidad y la comunidad, y con palabras que alienten el europeísmo, el sentimiento de unidad y de pertenencia a una oportunidad histórica y a una región del mundo privilegiada en muchísimos aspectos.

    El domingo veinticinco de Marzo, el día del “cumpleaños de Europa”, acudí a un acto que la oficina de la Comisión y el Parlamento europeos celebraba en Madrid. Debo decir que las preguntas que pudimos plantear en dicho debate los jóvenes asistentes fueron contestadas con mayor o menor fortuna, pero siempre desde la sinceridad y con una actitud abierta a las opiniones ciudadanas. Mi verdadera sorpresa vino a la finalización del acto, cuando uno de los ponentes de la mesa nos informó de la “nueva” actitud de la Comisión para con los ciudadanos, motivada por este momento de crisis. Nos dijo que usásemos los medios digitales disponibles para volcar nuestras opiniones, ya que “por primera vez” la Comisión estaba abierta a toda clase de ideas. Si la Comisión tuviera poder real, esto sería algo maravilloso.

    Tras haber leído la Declaración de Berlín, que podría calificar como una hoja de ruta de mínimos con la intención de parar, tomar aliento y seguir hacia delante, debo decir que, para mi grata sorpresa, Europa está reflexionando. Para el filósofo francés George Steiner un rasgo de la quintaesencia europea es la sensación ineludible de autodestrucción, de vía teleológica hacia un final forzoso y necesario. En sus propias palabras para que “Europa, a diferencia de otras civilizaciones, hubiera intuido que un día se hundiría bajo el paradójico peso de sus conquistas y de la riqueza y complejidad sin parangón de su historia”. Pero la Declaración de Berlín arroja un atisbo de esperanza. Es mucho, sin duda, lo que se ha conseguido. Como dijo hace no mucho Barroso, las guerras son ya algo impensable en Europa. El nivel de desarrollo es envidiable en el mundo entero, ya que la Unión es la mayor economía del mundo. Nuestro modo de vida social, tanto el nórdico como el mediterráneo, es envidiado en todo el mundo, y el camino que comenzamos a andar juntos en los años cincuenta es imitado por otros Estados. Los logros son hitos históricos. Pero nos encontramos en un punto en el que Europa está parada. Es éste el momento de la reflexión, el momento de mirar atrás y hacer balance de lo logrado, de parar en el presente y deliberar en todos los ámbitos sobre lo que queremos para el futuro, y de poner en práctica las nuevas ideas, los nuevos proyectos. En este proceso, la inclusión de la ciudadanía debe ser necesaria, inalienable, ya que debe ser Europa la que decida sobre su propio destino.

    Este es un llamamiento a los líderes europeos, a aquellos en los que depositamos nuestra esperanza a nivel nacional, pero que sin nuestro aval construyen el proyecto más importante de la historia de Europa. Porque no nos engañemos, la Unión es lo más relevante e importante que se ha dado nunca en esta región del mundo. Este llamamiento desea que el proceso europeo reflexione, que se escuche la voz de los ciudadanos, y que se les dé poder para decidir sobre su futuro. Europa está compuesta de ciudadanos, que son los mismos seres humanos que habitan en los Estados que la conforman. Se debe volver a pensar en lo común, en el bien de todos, se debe escuchar a los ciudadanos de Europa, y se les debe otorgar más participación, se debe trabajar en este proyecto que tan buenos réditos nos ha dado a todos los europeos, para nuestro propio beneficio. Unire aude, atrévete a unir, a mirar por común, a mirar Europa a través del ojo de lo supranacional y a escucharla en toda su pluralidad y multiculturalidad. Unidos en la diversidad, tal y como reza el emblema europeo. Pero trabajando por la unidad y lo común.

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