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    Y un atardecer así, vale más que mil Alcázares


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  • Habermas y el Estado-nación

    Texto tal cual fue presentado. Soy consciente de algunos de los fallos presentes en esta versión, pero en este momento no veo imperativo corregirlos.

    ¿TIENE FUTURO EL ESTADO-NACIONAL?

    Introducción

    Siendo sincero, lo cierto es que no sé muy bien cómo abordar este trabajo. He leído el texto de Habermas en donde hace referencia a los problemas que se le plantean al Estado-nación en estos momentos, y en verdad resulta interesante. Hoy en día la construcción decimonónica del Estado-nación, basada en el concierto de Estados surgidos tras la Paz de Westfalia de 1648, se enfrenta a un proceso, originado dentro de este concierto, que puede socavar los presupuestos inamovibles de dichos Estados. Presupuestos que, si pueden ser socavados, obviamente no resultan tan inamovibles.

    Es cierto que la cuasi omnipotente capacidad del Estado para controlar a la población que demarca su territorio, cuestión que hasta hace no mucho tiempo era casi un dogma dentro de las disciplinas sociales, jurídicas y en cierto grado económicas, no lo es tanto en un mundo donde la información puede viajar de una parte a otra del globo en cuestión de nanosegundos, donde las ideas fluyen con una fuerza y una libertad, además de un volumen inusitado hasta ahora, donde la comunicación entre personas lejanas está fuera de alcance de cualquier medio de control (al menos en un plazo inmediato), donde la interrelación económica es tan grande que todos dependen de todos, y donde la soberanía de los Estados, principio base fundamental del Derecho Internacional Público e idea incuestionable por los juristas, se diluye en los flujos económicos y de información.

    Como digo, el otrora poder absoluto del Estado, entendiéndolo según Weber (es la definición que más me agrada) como “el instituto político que reclama para sí (con éxito) el monopolio legítimo de la violencia física” está siendo dinamitado por flujos transnacionales de diferente índole que le roban parcelas de poder. Por ilustrarlo con un ejemplo, la dependencia económica entre todos los Estados es tan fuerte que si la OPEP decide elevar el precio del barril de crudo (sustancialmente producido en Oriente Medio) las economías mundiales se resienten de este hecho. Así mismo, si las bolsas de Estados Unidos sufren ligeras pérdidas, las europeas cerrarán sus jornadas con pérdidas más acusadas. Por otro lado, una revolución social que se dé en un país determinado puede, con relativa facilidad (hablando en términos históricos) extenderse a otros países vecinos, o una “injusticia social mundial” puede generar movimientos mundiales de protesta. Las fronteras se diluyen, se vuelven permeables y las barreras rígidas que suponían antes están hoy abiertas y llenas de poros por los que fluye la globalidad.

    Quizá, como pensaba Hegel, el Estado ha alcanzado su punto de madurez y tenga que desaparecer, al menos como es entendido hoy en día, para dar paso a una nueva realidad político-jurídico-administrativo-social-económico que se adecue más, y se inserte mejor, en la realidad que realmente se da en el mundo.

    Así pues, para abordar los problemas modernos, surgidos tras o durante el proceso de “globalización” que se ha venido dando en las últimas décadas, tomaré el ejemplo de Habermas y primero, como él, y en base a su estudio, analizaré históricamente el nacimiento del Estado, de la nación, del Estado-nación, los logros que esto supuso, los inconvenientes y los problemas a los que se enfrenta hoy en día.

    El Estado-nación: origen, tipos, características, logros y defectos

    La forma moderna del Estado-nación se impuso a lo largo de la Edad Moderna a las otras alternativas políticas que existían: la ciudad-Estado y los Imperios. Las pequeñas repúblicas compuestas por ciudades-Estado proliferaron en una parte importante de la geografía europea a lo largo de la Edad Moderna, especialmente en la península itálica y la zona alpina. Famosa es, por ejemplo, la idolatrada Ginebra de Rousseau. Por otro lado, junto a estas pequeñas ciudades-Estado estaban los grandes imperios, el Sacro Imperio Romano Germánico durante la Edad Media y la Edad Moderna y el Imperio Austro-Húngaro en la época moderna. Estos imperios aglutinaban bajo un mismo monarca a una multitud de países, pueblos, territorios, etcétera, pero lo que los unía era la figura del monarca, no ninguna afinidad común. El imperio español del siglo XVI es otro ejemplo. Junto a estos dos modelos políticos nacieron los Estados nacionales, inspirados en la idea de que todos los habitantes de un territorio pertenecían al mismo pueblo. Pasaban así de ser súbditos a ser ciudadanos, a adquirir un sentimiento de pertenencia más amplio que su pueblo o ciudad natal, entendiendo que todos los que vivían dentro de la frontera eran “nosotros” frente al “ellos”, todo aquel que estuviera fuera de los límites del Estado.

    Habermas distingue tres tipos de Estado-nación:

    · Aquellos construidos sobre la base de un Estado fuerte anterior (como Francia, España, Reino Unido), gestados a priori de la idea de nación por, usualmente, reyes más o menos absolutistas.

    · Aquellos que se construyen a posteriori de la idea nacionalista (como Alemania o Italia, o más modernamente, los Estados surgidos tras el desmembramiento de la URSS), fruto de la voluntad de intelectuales, políticos, poetas...

    · Aquellos surgidos en la segunda mitad del siglo XX fruto de la descolonización. En muchos casos, estos nuevos Estados no estaban “preparados” para asumir el control de todo lo que supone el Estado-nación, y básicamente no tenían identidades nacionales fuertes construidas. Un ejemplo de esto puede ser Somalia, aunque como digo son muchos casos, no todos, ya que Estados como Argelia o Marruecos no han tenido problema alguno en gestionar su independencia.

    Pero Habermas también nos da una definición de lo que en su opinión es el Estado y lo que es la Nación. Personalmente, como expuse anteriormente, Weber es el que, en mi opinión, alcanza la perfección de la definición de Estado, partiendo del hecho de que el Estado es una construcción subjetiva humana que en realidad no existe, aunque se manifiesta. Nadie ve a los Estados paseando por la calle, pero sin embargo el poder coercitivo del Estado se manifiesta a la hora de cobrar impuestos, y todos (o casi todos) los pagamos religiosamente porque es el Estado quien los demanda.

    La definición de Estado de Habermas se basa en Weber y Marx, así que en realidad no se diferencia mucho de la ya dada, aunque él la expone con más profundidad. Para Habermas, es un “concepto definido jurídicamente que en el orden material hace referencia a un poder estatal soberano tanto interna como externamente; en términos espaciales, se define a un territorio claramente delimitado; y, socialmente, a la totalidad de los miembros, es decir, al pueblo propio de un Estado”. Habermas se refiere a la dominación estatal como “las formas propias del derecho positivo”, y el “pueblo propio de un estado” es el “portavoz del ordenamiento jurídico”. En política, dice Habermas, nación y pueblo propio de un Estado son sinónimos, pero fuera de este ámbito la nación adquiere más características, refiriéndose a un término más sociológico que aúna a las personas con un mismo origen, lengua, historia, etcétera, y que por ello conforman una comunidad política. Cuando la nación, entendida en este término sociológico, se conforma como el “pueblo propio de un Estado” tenemos como resultado el Estado-nación.

    Pero Estado y nación no surgen a la vez, ni tienen caminos paralelos. Son dos procesos distintos. Por un lado, el triunfo del Estado-nación sobre las ciudades-Estado o sobre los imperios se debe a su alto grado de efectividad. Un Estado monopolizador de la violencia, que fuese capaz de recaudar y gestionar los impuestos y que dispusiese de una administración burocrática y financiera podría hacer frente con mejor fortuna a los imperativos de la modernidad. El Estado crea un ejecutivo burocrático separado de la autoridad y la figura regias, con lo que la efectividad del sistema funciona de manera muy autónoma, aunque sujeto a leyes, y por propio impulso. Por otro lado, al separar al Estado de la sociedad civil se logra la organización de la sociedad mediante el derecho, entendido de forma más radical como lo que los súbditos o ciudadanos, según el caso, no pueden hacer.

    Respecto a la Nación, es indudable que el sentimiento de pertenencia a un lugar es tan viejo como los mismos seres humanos. Todos somos de algún lugar, con mayor o menor grado de afectividad e identidad hacia ese lugar. Y no sólo el lugar, sino factores culturales como la lengua o las costumbres apoyan y amplifican ese sentimiento de pertenencia a un conjunto. Pero el sentido político del término se configura cuando, por diversos motivos, la construcción de una idea de nación común e identificable con un Estado se hace deseable, y puede que necesaria. Son los Estados, por medio de su aparato burocrático-administrativo (educación) y apoyados por poetas, historiadores, intelectuales, etcétera los que “crean” la idea de pertenencia a la nación del Estado, es decir, el nacionalismo.

    Los logros de esta nueva forma de concebir la organización política, el Estado-nación, son diversos. Por un lado, tenemos el alto grado de homogeneidad de la población en un terreno amplio (más pequeño que un imperio, pero sustantivamente más grande que una ciudad-Estado), con un (relativamente) fuerte sentimiento de pertenencia al Estado, hasta tal punto que será la defensa del Estado lo que motivará o justificará las levas y/o guerras, y no la defensa personal o la del Señor o Rey. Esto indica un fuerte sentimiento de solidaridad para con los nacionales, a la vez que genera un sentimiento de rechazo a lo foráneo. Además, y en palabras de Habermas, el “mérito del Estado nacional estriba, pues, en que resolvía dos problemas en uno: hizo posible una nueva forma, más abstracta, de integración social sobre la base de un nuevo modo de legitimación”. Vemos que la homogeneización solidaria integra socialmente a los habitantes de un territorio, otorgándoles el sentimiento de pertenencia a un todo colectivo más profundo e importante que sus existencias individuales y al que se le pueden permitir cierto tipo de acciones, ya que, en definitiva, el Estado somos todos. Para Habermas, el problema de legitimación surge tras los cismas religiosos, ya que al ampliarse las cosmovisiones el Estado, de carácter secular, tiene que legitimar sus actos fuera de la esfera divina. Así, si el Estado es la consecución final y natural de una nación, “cualquier” acto que éste desempeñe será legítimo, pues el Estado lo conforma los nacionales, es decir, la soberanía del Estado emana de su pueblo. Con la ampliación de las parcelaciones de poder, y la concesión de cotas de éste a los ciudadanos, la legitimidad se aumenta, se pone en práctica el principio de la soberanía emanante de la nación: “los destinatarios del derecho deben poder concebirse simultáneamente como autores del mismo”. Poco a poco, en este proceso, surge la idea dentro de la población de “conciencia nacional”, gracias a la cual los ciudadanos de un Estado tomarán una conciencia común, serán parte del Estado. Sin esta concepción socio-cultural el Estado-nación no habría podido ver su consolidación en la Historia, ya que hubiera carecido de la fuerza necesaria para implantarse no sólo en los territorios donde vio su origen, sino como forma política predominante en el marco mundial. Habermas hablará de las dos caras de la nación: la “nación querida”, que constituye la fuente de legitimación democrática de los ciudadanos, y la “nación nacida”, que se ocupa de la integración social de aquellos que pertenecen a un mismo grupo étnico.

    Empero, Habermas no se limita a señalar los triunfos del Estado-nación, sino que presenta también sus ambivalencias, comparando el nacionalismo con el republicanismo. Hace hincapié especial en el concepto de libertad, que en teoría es fundamental en el republicanismo, y que dentro del nacionalismo tiene una doble vertiente, la individual y la colectiva, siendo éstas yuxtapuestas, pero con predominio final de la libertad colectiva, la libertad de la nación; libertad individual y libertad nacional acabarán enfrentándose. Esto me recuerda al “Contrato Social” de Rousseau, a la democracia absoluta, en la cual la libertad individual no será tenida en cuenta frente a la voluntad de todos, pudiendo obligarse al ciudadano a ser libre. Habermas llega a hablar de la necesidad de defender la independencia de la nación “con la sangre de los hijos” dentro del Estado-nación, señalando la paradoja secular: mientras que el Estado se proclama como una esfera ajena de los asuntos religiosos (salvo excepciones contadas), guarda un cierto grado de religiosidad, misticismo y trascendencia en lo que a la defensa de la independencia del mismo se trata, frente a las libertades individuales que preconiza el republicanismo. El nacionalismo, añade Habermas, suele usar y abusar de los logros en política exterior para minimizar los problemas internos.

    Como breve resumen de este punto, vemos que el Estado-nación surge de la unión de las naciones con los Estados, aunque su camino de formación es diferenciado y no marcha en absoluto de forma conjunta hasta dicha unión. El Estado-nación se impone así mismo a las demás concepciones políticas existentes, y llega a ser hoy en día prácticamente monopolizador del sistema político. Su triunfo se debe a su mejor adaptación a las exigencias de la época, hablando en términos darwinianos, aunque su camino adolece de taras.

    Las amenazas al Estado nacional: multiculturalismo social y globalización

    Habermas comienza el análisis de los problemas que desafían al Estado nacional por la misma esencia del mismo. Históricamente, la pretensión, o el logro, del Estado nacional fue la de aglutinar a toda la población de un territorio determinado bajo una bandera dada, imponiendo llegado el caso la lengua común (caso francés) y procurando y ambicionando diluir las diferencias locales dentro del sustrato homogeneizador del nacionalismo. Esto se consiguió en gran parte, pero, de hecho, no del todo. Muchos Estados han agrupado a diferentes pueblos bien diferenciados bajo un mismo poder. En la mayoría de los casos, la imposición, más pragmática que acorde con la realidad, y en especial tras momentos de crisis, ha llevado a la independencia de dichos pueblos en nuevos Estados. Como ejemplo vemos el caso del Imperio Austro-Húngaro o del Imperio Otomano. Pero estos dos casos son ejemplos de Estados-imperios plurinacionales bien diferenciados.

    En los casos de los Estados-nación actuales, tras la II Guerra Mundial el periodo de bonanza económica que disfrutó Europa (entre otras consideraciones de la Guerra Fría) permitió que las etnias minoritarias mantuvieran en silencio sus reivindicaciones debido en parte al Estado Social, y al paulatino y creciente disfrute de los Derechos Civiles. Tomaré como ejemplo para ilustrar la exposición el caso español. Debido a las particularidades históricas, nuestro Estado Social no nace hasta los años ochenta, en el periodo democrático. Tras veinticinco años de progresos, tanto económicos y sociales, parece que el discurso nacionalista en España, por otra parte presente en todo el siglo XX, y liderado por Euskadi y Catalunya, se ha incrementado cualitativamente en los últimos dos años. El “miedo” al separatismo tiene su voz en la fuerza política de derecha, el Partido Popular. Recientemente, el ex presidente de Gobierno José María Aznar reclamaba la necesidad de poder decir que “en España, sólo hay una nación, la nación española, en la que están reconocidas las comunidades autónomas como nacionalidades y regiones”, añadiendo "en 1978, quedó muy claro que las nacionalidades y regiones eran el punto de llegada" y "no eran, de ninguna forma, un pistoletazo de salida en una subasta insensata para ver quién es más nación". La situación real que provoca el multiculturalismo fáctico de los Estados se provoca, en parte, por la irreal premisa de las élites de que el Estado-nación consigue homogeneizar a la población al cien por cien y de forma completamente efectiva. Dicho de otro modo, se niega la realidad multicultural de las sociedades. Aunque durante mucho tiempo la progresiva concesión de libertades y derechos a los ciudadanos, y la participación del Derecho y la vida pública han aletargado estos conflictos, hoy en día dichos procedimientos clásicos no son tan efectivos. ¿Por qué el multiculturalismo que ha existido desde la génesis del Estado-nación amenaza hoy sus cimientos? La respuesta, además de en la bonanza económica y social (se dice que la gente con el estómago lleno tiende a protestar mucho o a no protestar nada), y atendiendo al análisis de Habermas, hay que buscarla en el proceso de globalización.

    Guiddens define la globalización como “una intensificación de las relaciones a escala planetaria que provoca una influencia recíproca entre sucesos de carácter local y otros que acontecen en lugares bien distantes” . Personalmente añadiría a esta definición una palabra, y es proceso, ya que la globalización es un proceso en el que las diferentes relaciones transnacionales han alcanzado un grado de interdependencia e interrelación inusitado hasta hoy en día, impulsado desde el terreno económico, favorecido desde la esfera política y posibilitado por la revolución de las comunicaciones. Dicha globalización tiene una característica fundamental: no entiende de fronteras. Las líneas tazadas en un mapa y defendidas por un destacamento de soldados en un puesto de control no sirven de nada contra la globalización: el dinero se mueve de un Estado a otro en cuestión de segundos, los precios de un mercado en una parte del globo hacen que suba el pan en otro punto, las elecciones en Ucrania tienen en alerta y atención a toda Europa, etcétera. La comunicación, bien sea simbólica (lenguas) o bien más tangible (dinero) hoy en día apenas sí tiene alguna frontera real (quizá la energía, o más bien, el constante suministro de ésta). Pero lo que es incuestionable es que las fronteras tradicionales, otrora defendidas con la “sangre de los hijos”, ya no son efectivas.

    La comunicación global, como afirma Habermas, ha expandido la conciencia de los actores que participan dentro del juego y ha extendido las ramas de alcance de éstos. Pero cuestiona la relevancia de la comunicación alegando que la ampliación de las posibilidades no otorga per se la creación de conciencias ni espacios globales. Profundiza, acertadamente en mi opinión, en la idea de la división y estratificación interna de los espacios mundiales creados por Internet, o dicho de otro modo, es cierto que podemos comunicarnos instantáneamente con alguien de Pekín, pero del mismo modo (aunque de distinta forma) que lo hacemos con el panadero del barrio: “los espacios públicos generados por medio de Internet permanecen segmentados entre sí como si se tratasen de comunidades aldeanas de tipo global”. No sólo basta con el surgimiento de esta nueva realidad, sino que es necesaria la articulación de los nuevos espacios para que éstos tengan el carácter de un movimiento global.

    ¿Qué socava, pues, la autoridad del Estado-nación? Habermas contempla dos aspectos: uno relacionado con la autoridad interna del Estado, y otro con su proyección externa.

    A nivel interno es esencial resaltar el papel de la economía mundial. Es cierto que el capitalismo siempre ha tenido un espíritu “mundial”, y que el capital pocas veces encontraba trabas que no pudiera superar en la consecución de sus objetivos. Pero desde la segunda mitad del siglo XX hasta hoy, inmersos en el proceso denominado “globalización”, el capital ha comenzado a andar a expensas del Estado. Si antes la relación entre uno y otro (al menos en el mundo Occidental, sistema que finalmente ha triunfado frente al comunismo soviético) era de estrecha filia, hoy se puede afirmar que el capital no entiende de patriotismo. Un ejemplo claro de esto lo vemos con las deslocalizaciones empresariales, de las cuales tenemos multitud de ejemplos, pero todos resumidos en un punto esencial: una empresa cualquiera tiene una factoría que produce beneficios en una ciudad dada del primer mundo, pero para maximizar esos beneficios, y favorecida por la política liberalizadora de la economía, decide trasladar la planta a un país con mano de obra, impuestos, etcétera que le permiten obtener mejor rendimiento. Para la empresa es un éxito, pero en la ciudad originaria de la planta la situación es trágica, mientras que en el país receptor de la planta, debido a los bajos sueldos y a la débil política de protección laboral (suelen ser países del Tercer Mundo) la situación apenas varía. Michael Moore ejemplifica un caso concreto, el de su ciudad natal, Flint, en el documental “Roger & Me”. En palabras de Habermas, “los imperativos económicos globales [...] apenas resultan influenciables en términos políticos”. El Estado, aunque mantiene de facto el control sobre su soberanía interna, al no tenerlo sobre la economía, en tanto es global, pierde parcelas reales de un poder determinante, el económico. Por expresarlo con otras palabras, mientras los Estados siguen mirando en términos internos con miras fronterizas, y en términos externos en el sistema estatal clásico, la economía, el capital y las empresas tienen horizontes de miras globales: el patriotismo ya no existe, y la única lealtad se debe a los beneficios. La escasa competitividad de los países del Primer Mundo frente a las economías de mano de obra barata conlleva trágicas soluciones políticas, como el, no sé si llamarlo intento o acto, de desmantelar el Estado Social en Europa. Las consecuencias sociales de tal hecho pueden ser previsiblemente, y cuanto menos, peligrosas . Habermas habla de la gestación tras este hecho de una nueva “subclase” de marginados y excluidos sociales dentro del corazón del Primer Mundo , lo cual llevará a tres consecuencias, según Habermas: el irremediable conflicto generado por las desigualdades, que sólo podrá ser sofocado mediante la represión , la expansión de dicho conflicto “de la subclase” a los demás estratos de la sociedad , y el lógico estallido social llegado el momento. Así vemos que el Estado ha perdido su capacidad integradora. Pero el mismo Habermas expone que éste es sólo uno de los muchos caminos posibles. Arguye igualmente que quizá la integración regional, ejemplificando con la Unión Europea, puede ser una solución al elevar los problemas globales a un ámbito supranacional, más efectivo. Es otra opción. Por mi parte añadiría, con quizá mucha ingenuidad, que las desigualdades y conflictos generados por la globalización económica favorecerán la globalización social, favoreciendo un escenario mundial donde las diferentes sociedades del planeta tomen conciencia de sí mismas en tanto a humanas y despreciando las mínimas diferencias que las separan, para lograr una unidad global de toda nuestra especie. La que, por otro lado, no entiendo muy bien por qué está tan dividida a tantos y tantos niveles, si todos vemos a través de nuestros ojos y por nuestros cuerpos circula sangre roja. Pero, como digo, quizá peque de ingenuidad.

    En el otro punto del análisis, Habermas analiza los procesos globalizadores que minan al Estado en el campo externo. Retomando la idea semi teleológica de Hegel, quizá el Estado ha alcanzado y/o sobrepasado un punto de no retorno a partir del cual no queden más opciones que la reconversión o la desaparición. Lo cierto es que Habermas teoriza un paralelismo de este punto de no retorno del Estado con la sociedad en mi opinión muy catastrofista y subjetivo, un mundo “postpolítico” sin integración social (no hay Estado) gobernado por el caos y las empresas transnacionales. Sinceramente, tengo algo más de fe en el ser humano como para pensar en un futuro similar, más propio de los apocalípticos escenarios de las novelas de ciencia ficción que de la teoría política. Apoyándose en Ghéhenno se describe un mundo “postpolítico” similar al Estado Natural de constante conflicto y guerra relatado por Hobbes en su Leviatán.

    Habermas también lamenta la falta de fuerza real del Derecho Internacional Público. Cuando en el pasado curso estudié esta asignatura, inicialmente yo defendía la entelequia de este “derecho”. Pero un estudio histórico del marco jurídico internacional me mostró que, si bien es cierto que las atribuciones y poderes del Derecho Internacional Público en última y primera instancia dependen de la voluntad del Estado, los logros alcanzados por éste son plausibles. Personalmente me atrevo a aventurar que el marco alegal y ajeno a los controles supraestatales de la globalización económica, más allá de los intentos del BM, el FMI o la OMC, llevará a que poco a poco los Estados decidan perder parte de su soberanía en pro de una regulación común más satisfactoria que las individuales (o regionales) de los doscientos y pico Estados que componen el mundo. Aunque es innegable el peligro real en el ámbito exterior de la política estatal que crea la globalización económica, opino, contrariamente a Habermas, que los caminos para solucionarlo pueden ser más racionales. Habermas, y en esto estoy completamente de acuerdo con él, aboga por los marcos supraestatales de control y regulación de estas fuerzas que socavan el sistema. Aunque difiero en que, quizá, la socavación sea necesaria para lograr un cambio. Por otro lado, y añadido al problema de la globalización económica, existen ciertos tipos de “globalizaciones”, como la de los conflictos sociales, las desigualdades, la paulatina desaparición del Estado del Bienestar o la contaminación mundial (otra cosa que no entiende de fronteras) que requieren ámbitos de actuales supraestatales por necesidad. Habermas resalta la necesidad de “la presión de una sociedad civil a escala mundial” para que las políticas mundiales sean llevadas a cabo.

    Concluyendo, Habermas argumenta que quizá no sea la desaparición del Estado-nación la solución a los problemas, sino su “superación”, integrándolo en organizaciones supraestatales, de orden mundial, que puedan hacer frente a los problemas de la globalización.

    Conclusiones

    Es indudable que el proceso al que asistimos es, cuanto menos, interesante. Pero a la vez es peligroso, ya que la globalización está tambaleando a una institución que hasta no mucho era prácticamente omnipotente en el marco interno (los límites de derecho en realidad los pone el propio Estado) y que en el marco externo sólo tenía que competir en fuerza frente a los demás Estados. Este sistema, históricamente tan sólido, se está viendo desmantelado por flujos y fuerzas invisibles a los ojos tradicionales de análisis y control, incorpóreas, y por lo tanto, imposibles de detener en las fronteras.

    La globalización, a todos sus niveles, pone en entredicho la fuerza y voluntad de los Estados-nación, hace peligrar los logros internos de sus respectivas sociedades, y lleva a una situación ligeramente caótica, confusa, y sobre todo, fuera de controles supraestatales. La globalización económica avanza por sí misma: hoy nadie se cuestiona que mucha de la política de los Estados la marcan los lobbies mundiales.

    Ante esta perspectiva, los Estados nacionales tienen que adaptarse, bien sea por medio de la integración regional al estilo de la Unión Europea, o bien creando organizaciones internacionales (o modificando las existentes) con verdaderos poderes decisorios, o bien... ¿desaparecer? Resulta complicado imaginar este punto, pero es cierto que si algo deja de tener una utilidad práctica acaba por desaparecer.

    En todo caso, y esto es mi opinión más personal, espero y confío que las diferentes sociedades del mundo, y la naciente sociedad mundial, sean capaces de afrontar mejor que las clases dirigentes los retos de la globalización, y quizá, encontrar dentro de ésta un escenario de convivencia no marcado por los intereses personales o las demarcaciones fronterizas.

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